El hombre llega al hospital y se desabotona con torpeza: primero el jersey que compró en las rebajas, después el que, por viejo y deshilachado, tiró hace unos meses atrás. Luego viene la camisa blanca que usaba todos los días, la del trabajo y, bajo esa, la que usaba de niño, la heredada del hermano muerto después de la guerra. El hombre queda desnudo, pero se sonríe frente al espejo, porque tanta arruga le recuerda los paños, trozos, trazos de los sacos de harina con que su madre lo envolvía después de nacer. Sabe que está muerto, pero no le duele. Sabe que está muerto, porque ya no le duele. Al final, la muerte era un principio. El principio del fin de la muerte, que se ha desabotonado con él.
(para Ángel González, in memoriam)
(para Ángel González, in memoriam)